Autor: Diego de la vega
El señor Alcazar volvió a Fonsagrada para morir.
Había sido sargento de la guardia civil en aquel pueblo muchísimo
tiempo atrás y ahora volvía, anciano y moribundo, al lugar donde
había servido tantos años. Sus hijos habían consentido su deseo a
regañadientes. A ninguno le gustaba la idea pero no se atrevieron a
negárselo.
-
Debería estar en un hospital – Le recomendé.
-
Eso díselo a él. – Me contestó airada Julia, la hija que vivía con él-. No hay manera de dárselo a entender. No sé qué es lo quiere de este puto pueblo.
El viejo sargento resollaba bajo los rayos del sol invernal que
entraban por la ventana. Sus sarmentosas manos se aferraban a los
brazos del sillón y su cuerpo alarmantemente delgado se hundía
entre ellos. Me arrodillé a su lado y le cogí la mano para tomarle
el pulso.
-
¿Qué, Alfonso? ¿Nos vamos al hospital?- Intenté animarle.
-
Sí me llevan ahí no vuelvo. – Categorizó.
-
No puede andarse con manías. Tiene que cuidarse.
-
Mira, ya sé que me voy a morir. – Dijo sin ningún temor-. Pero a mi nadie me dice que me he ido sin plantar cara.
-
No le entiendo.
-
Ni falta que hace.
Alfonso Alcazar era un hombre rígido, acostumbrado a imponer su
voluntad e incluso ahora, en las últimas, su mirada no dejaba hueco
a disidencias.
Salí de la habitación y volví con Julia.
-
Tenle vigilado. Y a la mínima, avísame.
Ella asintió.
Cuando atendí al señor Alcazar, ya llevaba un tiempo en Fonsagrada.
Aquel pueblo había sido mi primer destino como médico residente y
me sentía como capitana de un pequeño pero rutilante barco. Me
tomaba mi estancia allí como una preparación para trabajos más
jugosos. Quería volver a Zaragoza y ser médico en la capital. No me
gustaba el pueblo y solo acepté ir para coger experiencia. De haber
sabido lo que me esperaba, no habría ido ni a rastras.
Mi acogida había sido tibia. Era la primera vez que tenían a una
mujer como médico de cabecera y algunos de los mayores no se lo
tomaron bien.
A esos prejuicios achacaba yo las miradas de desdén que me dedicaban
los viejos del lugar. Hasta que un día me enteré de la verdad.
Estaba en el bar del pueblo, uno de los pocos sitios donde me sentía
a gusto. Un chaval joven, más feo que picio, atendía la barra.
Todos le llamaban Carlitos.
-
Estoy un poco harta de tanto cuchicheo – Le conté al percibir las murmuraciones de siempre.
-
Tranquila. – Me pidió él con su sonrisa perenne-. No es por ti. Es por tu “cliente”
-
¿Qué Cliente? – Le pregunté algo mosca.
-
El viejo guardia. El de la calle colmenares.
-
¿Alfonso? ¿Qué pasa con él?
-
¡Bah! – Dijo quitándole importancia-. Ya sabes como son los pueblos. Todo son viejas historias. Se ve que este hombre fue una pieza de cuidado en sus tiempos.
-
No me sorprende – le confirmé-. Ahora está muriéndose y aun no veas como se las gasta.
Carlitos soltó una sonrisilla.
-
Bueno, pues muchos de estos tienen ganas de ir a su entierro... para asegurarse de que no se levanta.
Los dos nos reímos. Carlitos tenía eso. Te hacía reír. Me contó
que el señor Alcazar había participado en las persecuciones de los
primeros años del franquismo. Fonsagrada era un pueblo rodeado de
montes y bosques, donde muchos disidentes del régimen permanecieron
escondidos al acabar la guerra. Los famosos Maquis. Alcazar era
comandante del puesto de la guardia civil y protagonizó algunos
capítulos oscuros, con torturas y fusilamientos incluidos.
No le di más importancia al tema. Yo soy médico. Tenía que cuidar
a quien me necesitara, sin distinciones. Lo que hubiera ocurrido,
para mí, era historia.
Pero Alfonso Alcazar no era el único paciente implicado en aquella
historia.
Elisenda Baños era una más de las pacientes que acudía a mi
consulta, y una vez me pidió que fuera a ver a su hermana Felisa,
que vivía sola y arrastraba un catarro que a su edad, podía ser
peligroso.
Me personé en su casa una mañana antes de empezar a pasar consulta.
-
¿Sí?
Felisa era una mujer bajita, más bien regordeta con el pelo gris y
cara arrugada. Vestía una bata azul con delantal. Su voz algo ronca,
parecía confirmar los temores de su hermana.
-
¿Felisa? – Quise asegurarme.
-
Yo misma.
-
Mire, soy Raquel, la médico del pueblo. No sé si me conoce.
-
Ah... No, no... bueno, algo me habían dicho pero vamos, que no he ido a verla.
-
He hablado con su hermana y me ha dicho que estaba algo acatarrada.
-
¡Bah!, bueno, un poco. Como todos los inviernos. Lo que pasa es que mi hermana es muy exagerada.
-
¿Le parece bien que pase un momento y echamos un vistazo?
La mujer se mostró incomoda y pareció no saber que hacer.
-
Bueno, si quiere... pase.
La casa olía a viejo. Como solía ocurrir allí donde vivía gente
mayor sola, había poca luz. Una bombilla descarnada iluminaba
tristemente el pasillo que servía de recibidor y conectaba
directamente con una escalera que constituía la columna vertebral de
la vivienda. Tenía una ostentosa baranda de madera, pulida en los
pasamanos y agujereada por la carcoma. Seguí a aquella mujer que
arrastraba sus pies forrados con babuchas hasta el piso de arriba.
Allí entramos en un saloncito lleno de retratos en blanco y negro,
tapetes de hilo y una lámpara de araña casi sin luces.
Allí sentado en un sofá, en el rincón, había un hombre de su
misma edad vestido con un chaleco, pantalones de pana y una especie
de gorra o boina. Por las fotos intuí que sería su marido. Su
presencia me sorprendió un poco. ¿Porque la hermana me había dicho
que vivía sola.
-
Hola – Saludé intentando mostrarme jovial.
No hubo respuesta. El hombre me miró fijamente y luego volvió a sus
pensamientos.
Reconocí a Felisa. Su hermana no iba desencaminada. Tenía el pecho
muy cargado y respiraba con dificultad. No parecía revestir
gravedad, pero a su edad...
-
Está un poco tapada, Felisa. – Intenté explicarle-. Miré, le voy a recetar un jarabe para el pecho. A lo mejor su marido puede bajar a comprárselo, con este frío sería mejor que usted no saliera de casa.
-
Ya se lo diré a mi hermana. – Repuso-. Él casi no sale de aquí.
-
Me parece bien. Así se cuidan el uno al otro ¿Verdad?
Felisa se rió dejando ver su dentadura mellada.
-
¡Ay! ¡Si usted supiera! – Asintió emocionada-. ¡Más de cuarenta años llevamos juntos! ¡No nos hemos separado ni un día!
-
Claro que sí. – Le di la razón-. Como debe ser. Un amor bien bonito.
-
Éramos tan críos, cuando nos conocimos... Ramón era muy guapo ¿sabe?
Miré al abuelo del rincón y pensé que el tiempo era un hijo de
puta. Sonreí y apreté muy fuerte la mano de la anciana en señal de
comprensión.
-
Veo que tiene teléfono Felisa, mire, este es mi número – Se lo apunté bien gordo detrás de la tarjeta-. Llámeme si se encuentra peor y tómese el jarabe. Yo vendré a verla de vez en cuando. ¿De acuerdo?
-
Muchas gracias. – Agradeció como si le hubiera hecho un regalo.
Mi rutina en Fonsagrada era exactamente eso. Rutina. Pero poco a
poco, mis visitas al domicilio de los Alcazar aumentaron. Alfonso
estaba cada vez peor. Aparte de su enfermedad, le notaba nervioso,
excitado y todos los demás en aquella casa parecían estar igual o
peor. Al principio pensé que era cosa de Julia, la hija, propensa al
lloriqueo. Pero cuando vino el hijo mayor. Los nervios y el
histerismo parecieron habérsele contagiado.
-
Tenemos que alejarnos de esto... – Murmuraba.
-
Debe ser duro ver así a vuestro padre. –Comprendí.
-
No es eso. – Negó rotundamente-. Es la casa.
-
¿La casa? – Me extrañé-. ¿Qué le pasa a la casa?
En ese momento un portazo bestial nos arrancó de la conversación.
La puerta de la cocina se había cerrado de golpe.
-
Joder, que susto. – dije en voz alta-. Habrá corriente.
Carlos y Julia se miraron.
-
Lleva así toda la noche. – Dijo él como si hablara por los dos.
-
Días, - corrigió Julia- pero últimamente es peor.
-
No os entiendo ¿Qué ocurre? – interrogué algo desconcertada.
-
La casa... Tiene algo. – Intentó explicar la hija.
-
Se oyen voces – Añadió Carlos.
-
Insultos. – Matizó Julia.
-
Las puertas se cierran de golpe, ruidos, las cosas se pierden... yo no creía en estas cosas pero...
-
¿Me estáis hablando en serio? – Les dije sin creérmelo del todo.
Julia se dio la vuelta y se echó a llorar.
-
Completamente. – Me aseguró Carlos con un suspiro-. Mi padre no dice nada. pero lo sabe. Creo que hay algo que no nos quiere contar.
Entramos a verle y le encontramos recostado en su cama. Cada
respiración parecía una agonía. Pero aun así, sus ojos mostraban
la determinación de siempre.
-
Cabrones… - deliraba con susurros-. Venid por mí si tenéis cojones.
Ignoré sus delirios e Intenté mostrarme amable mientras le
reconocía.
-
Está muy mal. – Les dije a los hijos de nuevo en el recibidor-. Ya ni siquiera el hospital es una opción.
-
Qué sea lo que dios quiera, pero que acabe pronto. – Suplicó Julia.
Con estrépito, un Jarrón se estampó contra el suelo. Nadie lo
había tocado. Yo me quedé blanca. Julia pegó un grito y Carlos
maldijo por lo bajo.
Intenté tranquilizarles y quitarle hierro a todo aquello, pero si te
digo la verdad, estaba más asustada que ellos. Al salir, me di la
vuelta para despedirme y por encima del hombro de Julia, en la puerta
de la cocina, apareció un hombre desaliñado con una chaqueta de
pana raída. La camisa a la altura del vientre estaba empapada de
sangre.
Pegué un grito. Julia se dio la vuelta y cuando volví a mirar, el
extraño ya no estaba.
-
¿Qué has visto? – Preguntó ella.
-
Yo… - No supe que decir.
Ella me entendió y no insistió.
Bajé las escaleras y desaparecí de aquella casa tan rápido como
pude. El susto se me fue pasando según me alejaba. Al llegar al
centro de salud me parecía que aquello no podía haber pasado.
Intenté tranquilizarme, pasé consulta normalmente, pero seguí con
el runrún en mi cabeza todo el día.
Aquella noche tuve guardia y no pude evitar contárselo todo a
Carlota, mi ATS. Tenía mi edad, pero era del pueblo. Nos llevábamos
bien a grosso modo aunque a veces me parecía un poco cargante.
-
¡Joder! ¡Qué fuerte! – Exclamaba entre risas mientras devoraba el sándwich que se traía como cena.
-
Pues a mí no me hace ni puta gracia. – Le repliqué molesta-. Tal como estaba aquel hombre, seguro que esta noche nos llaman, y no tengo ninguna gana de volver allí.
-
Pues a mi me encantaría verlo.
Entonces sonó el teléfono.
-
Mira, deseo concedido. – Le dije a Carlota cabreada.
Ella cambió su risa por una mirada de expectación inquieta mientras
yo cogía la llamada. Fue breve. Enseguida, colgué mascullando una
maldición.
-
¿Qué pasa? – Preguntó Carlota.
-
Era Elisenda Baños – Dije sin disimular mi mala leche-. Está otra vez con las paranoias sobre su hermana. Dice que está peor y que si podemos ir.
-
¿Vamos?
-
Pues no sé. Hace semanas que me viene con el mismo cuento. He pasado a verla un par de veces y solo la veo un poco acatarrada. Además, tiene a su marido para cuidarla si hace falta.
-
¿Quién tiene a su marido?
-
Felisa, joder, la mujer esta que vive en la calle que sale de la plaza...
-
Sí, sí, sí ya sé quien es, pero esa mujer es viuda de toda la vida.
-
¿Cómo que viuda? – Me extrañé-. Si yo he estado en su casa y he visto a su marido. – Intenté corregirla-. Ella me ha hablado de él y todo.
-
Pues la abuela tendrá un amante, porque la Felisa Baños que yo conozco es viuda desde que el mundo es mundo, vamos. – Afirmó Tajante-. A su marido le dieron matarile en el puente viejo, después de la guerra o por ahí, precisamente el abuelo este que fue guardia, que por aquí le quieren que no veas. Mis abuelos siempre decían que Felisa vio como lo mataban y que desde entonces ha estado un poco ida.
-
¿Te estás cachondeando de mí? – Le solté con mala uva-. Porque te aseguro que no está el horno para bollos...
-
¡Que no, tía, que no! – Me aseguró.
Aquello fue como un jarro de agua fría. Si Felisa era viuda ¿A
quién demonios había visto yo en su casa?
-
Bueno, ¿vamos o no? – Preguntó Carlota.
-
Me acercaré yo en un momento. – Le contesté-. No creo que sea nada. Tú quédate aquí por si llaman los Alcazar o quien sea, si eso pasa, dame un toque al móvil y voy pitando.
-
Okey...
En la calle ya era de noche y había empezado a nevar. En aquel
pueblo siempre era invierno. Hacía un frío intenso, aplastante, que
casi te paralizaba. Miré al cielo que no paraba de soltar
bailoteantes manchitas blancas y eché a andar haciéndome la
valiente. A mi alrededor, la nieve empezó a formar una capa de
estática gris. Las calles estaban en silencio, solo oía mi
respiración bajo la bufanda, mucho más nerviosa que de costumbre.
Las farolas empezaron a parpadear y pronto nos quedamos a oscuras.
Allí era normal que a la mínima tormenta saltaran los plomos.
Maldije mi suerte y apreté el paso. No tardé en llegar a la puerta
de Felisa, que para mi sorpresa, estaba abierta.
Entré con cautela llamando a voz en grito a su dueña. El frío de
la calle hizo que la oscuridad de la casa fuera acogedora. Empecé a
subir por sus interminables escaleras algo recelosa. Apenas un poco
de luz de luna se colaba por una claraboya encajada en el tejado. La
oscuridad y el silencio lo envolvían todo. La subida que se me hizo
interminable. Miraba a todas partes temiendo ver al “marido” pero
no apareció.
Por fin, llegué al saloncito. Felisa estaba recostada en su sofá.
Junto a ella una pequeña vela oscilaba en un candelabro y la
iluminaba débilmente. Tenía ojeras muy profundas y respiraba
haciendo ruido.
-
¿Sé encuentra bien Felisa? Su hermana nos ha vuelto a llamar...
Felisa se rió y su risa acabó en los estertores de una tos. Me
acerqué y el olor de su ropa me revolvió el estomago.
-
Tranquila, chiquilla, que yo ya lo tengo todo hecho. –Me soltó como pudo.
-
¿Qué quiere decir? ¿Ya se ha tomado el jarabe que le receté?
Ella negó con la cabeza.
-
No me hace falta. Esta noche nos vamos todos. Han venido a buscarle ¿Sabe? A él, al hijo de la gran puta... han venido a por él y esta noche nos vamos todos.
-
A ver Felisa... ¿Dónde está su marido?
-
Él está aquí conmigo, como siempre, siempre conmigo, siempre juntos... él nunca se fue ¿Sabe? Ni cuando lo mataron. Me quería demasiado.
-
¿De que me está hablando? – Le pregunté convencida de que deliraba.
-
Ahora irá con los demás a buscar al gran cabrón... para llevárselo y luego volverá conmigo.
Oí un ruido. Me di la vuelta y no pude contener un grito.
Estaba allí en el quicio de la puerta. El marido, más joven que
antes, demacrado, mirándome fijamente. Y aunque no llevaba luces o
velas, podía verle perfectamente en la oscuridad. La camisa, como la
del hombre que había visto en casa de los Alcazar, estaba empapada
de sangre a la altura del vientre.
-
Les mató a todos... – Susurró trabajosamente Felisa con la expresión ausente que la vela dibujaba en su rostro - uno por uno...yo lo vi. En el puente viejo…Un tiro en el estómago para que tardaran en morir. Ramón murió en mis brazos... pero no se fue. Esta noche me voy con él.
Mi primer impulso fue huir, pero aquella cosa seguía en la puerta y
a mi alrededor la negrura lo engullía todo. Solo la cara cenicienta
de Felisa resaltaba en las tinieblas.
Entonces sonó el móvil. Lo agarré como si en ello me fuera la
vida, como si fuera un cabo que la realidad me echara para salir de
aquella pesadilla.
-
Soy yo. – Oí la voz de Carlota-. Son los Alcazar. Las cosas se están poniendo peor.
-
Vo...voy para allá. –Dije como pude.
-
¿Te encuentras bien?
No supe responder. Colgué y al levantar la vista, el marido no
estaba en la puerta. Miré a Felisa que me atravesaba con ojos
moribundos. No me preguntes como pero en aquel instante supe que
estaba muriéndose allí mismo delante de mí.
-
¡No vayas! – Ordenó con una fuerza impropia de su estado-. ¡No puedes hacer nada por él! ¡Van a llevárselo al infierno!
No pude aguantar más. Eché a correr. A oscuras y suplicando no
encontrarme de nuevo con aquella figura ensangrentada. Me aferré a
la barandilla de madera y a trompicones, llorando y tropezando con
los muebles llegué a la puerta.
El frío me dio una bofetada terrible. Nevaba mucho más que antes,
nunca había visto una tormenta como aquella. No se veía nada. Era
como si la realidad se desmoronara a base de pedacitos blancos. La
casa de los Alcazar no estaba lejos, tenía que llegar como fuera.
Mis pies se hundían en la nieve empapándose y haciendo que el frío
me atravesara. Empecé a tiritar y sentí que empezaba a perder el
control del cuerpo. Avancé como pude por las calles, de vez en
cuando, miraba hacia arriba y desde las ventanas veía caras
ensangrentadas que me miraban acusadoras. No había sonido pero
sentía que me reprochaban cada paso, cada intentó por acercarme a
casa de aquel desdichado que yo no dejaba de ver como mi paciente.
En la casa de los Alcazar, fugaces destellos aparecían y
desaparecían en las ventanas. Delante de la puerta, la nieve estaba
manchada de sangre.
No sé con qué fuerzas subí por las escaleras. Se oían gemidos
angustiosos que parecían venir de todas partes. La puerta estaba
abierta y dentro se desenvolvía una escena dantesca. Julia estaba en
el suelo acurrucada sollozando contra la pared, en el otro extremo
del recibidor estaba Carlos, el hijo y Carlota, mi ATS. El primero
con expresión derrotada y atónita, la otra maravillada. Ambos
contemplaban la puerta de la habitación de Alfonso, abierta de par
en par y por la que entraban sin cesar fantasmagóricas figuras que
se materializaban en el aire y se deslizaban con paso lento dentro de
la habitación. Desde ella surgían gritos de pánico que se
apoderaban de la poca cordura que me quedaba. Todas las puertas del
piso se abrían y se cerraban solas, en el salón los libros salían
disparados de las estanterías, los cuadros se caían al suelo sin
que nadie los tocara.
No me preguntes por qué, pero sin pensarlo comencé a andar hacia la
habitación de Alfonso. Algo me hacía caminar hacia aquel resplandor
como la polilla vuela hacía la llama.
Después no recuerdo nada. Luz, solo luz. Y nada más.
Cuando recuperé el conocimiento encontré sobre la cama, agarrotado
en una mueca de terror final, el cadáver del viejo guardia. La causa
oficial de su muerte fue un paro cardíaco, pero yo sabía la verdad.
Había muerto de miedo.
A la mañana siguiente, encontramos a Felisa muerta en el sofá en
que yo la había dejado. Su expresión era sonriente. Había muerto
en paz.
Después de aquellos sucesos, pedí el traslado inmediato alegando
depresión y me fui antes de que me lo concedieran. Nunca volví a
Fonsagrada.
Carlota es la única con quien mantengo contacto. Hablamos de vez en
cuando. Me ha contado que en el pueblo, empieza a oírse el rumor, de
que a veces, en el puente viejo, puedes ver a una pareja paseando de
la mano y contando a quien quiera oírles, que tanto en la vida como
en la muerte, estuvieron siempre juntos.
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