miércoles, 15 de julio de 2015

Siempre Juntos


Autor: Diego de la vega

El señor Alcazar volvió a Fonsagrada para morir.
Había sido sargento de la guardia civil en aquel pueblo muchísimo tiempo atrás y ahora volvía, anciano y moribundo, al lugar donde había servido tantos años. Sus hijos habían consentido su deseo a regañadientes. A ninguno le gustaba la idea pero no se atrevieron a negárselo.
  • Debería estar en un hospital – Le recomendé.
  • Eso díselo a él. – Me contestó airada Julia, la hija que vivía con él-. No hay manera de dárselo a entender. No sé qué es lo quiere de este puto pueblo.
El viejo sargento resollaba bajo los rayos del sol invernal que entraban por la ventana. Sus sarmentosas manos se aferraban a los brazos del sillón y su cuerpo alarmantemente delgado se hundía entre ellos. Me arrodillé a su lado y le cogí la mano para tomarle el pulso.
  • ¿Qué, Alfonso? ¿Nos vamos al hospital?- Intenté animarle.
  • Sí me llevan ahí no vuelvo. – Categorizó.
  • No puede andarse con manías. Tiene que cuidarse.
  • Mira, ya sé que me voy a morir. – Dijo sin ningún temor-. Pero a mi nadie me dice que me he ido sin plantar cara.
  • No le entiendo.
  • Ni falta que hace.
Alfonso Alcazar era un hombre rígido, acostumbrado a imponer su voluntad e incluso ahora, en las últimas, su mirada no dejaba hueco a disidencias.
Salí de la habitación y volví con Julia.
  • Tenle vigilado. Y a la mínima, avísame.
Ella asintió.
Cuando atendí al señor Alcazar, ya llevaba un tiempo en Fonsagrada. Aquel pueblo había sido mi primer destino como médico residente y me sentía como capitana de un pequeño pero rutilante barco. Me tomaba mi estancia allí como una preparación para trabajos más jugosos. Quería volver a Zaragoza y ser médico en la capital. No me gustaba el pueblo y solo acepté ir para coger experiencia. De haber sabido lo que me esperaba, no habría ido ni a rastras.
Mi acogida había sido tibia. Era la primera vez que tenían a una mujer como médico de cabecera y algunos de los mayores no se lo tomaron bien.
A esos prejuicios achacaba yo las miradas de desdén que me dedicaban los viejos del lugar. Hasta que un día me enteré de la verdad.
Estaba en el bar del pueblo, uno de los pocos sitios donde me sentía a gusto. Un chaval joven, más feo que picio, atendía la barra. Todos le llamaban Carlitos.
  • Estoy un poco harta de tanto cuchicheo – Le conté al percibir las murmuraciones de siempre.
  • Tranquila. – Me pidió él con su sonrisa perenne-. No es por ti. Es por tu “cliente”
  • ¿Qué Cliente? – Le pregunté algo mosca.
  • El viejo guardia. El de la calle colmenares.
  • ¿Alfonso? ¿Qué pasa con él?
  • ¡Bah! – Dijo quitándole importancia-. Ya sabes como son los pueblos. Todo son viejas historias. Se ve que este hombre fue una pieza de cuidado en sus tiempos.
  • No me sorprende – le confirmé-. Ahora está muriéndose y aun no veas como se las gasta.
Carlitos soltó una sonrisilla.
  • Bueno, pues muchos de estos tienen ganas de ir a su entierro... para asegurarse de que no se levanta.
Los dos nos reímos. Carlitos tenía eso. Te hacía reír. Me contó que el señor Alcazar había participado en las persecuciones de los primeros años del franquismo. Fonsagrada era un pueblo rodeado de montes y bosques, donde muchos disidentes del régimen permanecieron escondidos al acabar la guerra. Los famosos Maquis. Alcazar era comandante del puesto de la guardia civil y protagonizó algunos capítulos oscuros, con torturas y fusilamientos incluidos.
No le di más importancia al tema. Yo soy médico. Tenía que cuidar a quien me necesitara, sin distinciones. Lo que hubiera ocurrido, para mí, era historia.
Pero Alfonso Alcazar no era el único paciente implicado en aquella historia.
Elisenda Baños era una más de las pacientes que acudía a mi consulta, y una vez me pidió que fuera a ver a su hermana Felisa, que vivía sola y arrastraba un catarro que a su edad, podía ser peligroso.
Me personé en su casa una mañana antes de empezar a pasar consulta.
  • ¿Sí?
Felisa era una mujer bajita, más bien regordeta con el pelo gris y cara arrugada. Vestía una bata azul con delantal. Su voz algo ronca, parecía confirmar los temores de su hermana.
  • ¿Felisa? – Quise asegurarme.
  • Yo misma.
  • Mire, soy Raquel, la médico del pueblo. No sé si me conoce.
  • Ah... No, no... bueno, algo me habían dicho pero vamos, que no he ido a verla.
  • He hablado con su hermana y me ha dicho que estaba algo acatarrada.
  • ¡Bah!, bueno, un poco. Como todos los inviernos. Lo que pasa es que mi hermana es muy exagerada.
  • ¿Le parece bien que pase un momento y echamos un vistazo?
La mujer se mostró incomoda y pareció no saber que hacer.
  • Bueno, si quiere... pase.
La casa olía a viejo. Como solía ocurrir allí donde vivía gente mayor sola, había poca luz. Una bombilla descarnada iluminaba tristemente el pasillo que servía de recibidor y conectaba directamente con una escalera que constituía la columna vertebral de la vivienda. Tenía una ostentosa baranda de madera, pulida en los pasamanos y agujereada por la carcoma. Seguí a aquella mujer que arrastraba sus pies forrados con babuchas hasta el piso de arriba. Allí entramos en un saloncito lleno de retratos en blanco y negro, tapetes de hilo y una lámpara de araña casi sin luces.
Allí sentado en un sofá, en el rincón, había un hombre de su misma edad vestido con un chaleco, pantalones de pana y una especie de gorra o boina. Por las fotos intuí que sería su marido. Su presencia me sorprendió un poco. ¿Porque la hermana me había dicho que vivía sola.
  • Hola – Saludé intentando mostrarme jovial.
No hubo respuesta. El hombre me miró fijamente y luego volvió a sus pensamientos.
Reconocí a Felisa. Su hermana no iba desencaminada. Tenía el pecho muy cargado y respiraba con dificultad. No parecía revestir gravedad, pero a su edad...
  • Está un poco tapada, Felisa. – Intenté explicarle-. Miré, le voy a recetar un jarabe para el pecho. A lo mejor su marido puede bajar a comprárselo, con este frío sería mejor que usted no saliera de casa.
  • Ya se lo diré a mi hermana. – Repuso-. Él casi no sale de aquí.
  • Me parece bien. Así se cuidan el uno al otro ¿Verdad?
Felisa se rió dejando ver su dentadura mellada.
  • ¡Ay! ¡Si usted supiera! – Asintió emocionada-. ¡Más de cuarenta años llevamos juntos! ¡No nos hemos separado ni un día!
  • Claro que sí. – Le di la razón-. Como debe ser. Un amor bien bonito.
  • Éramos tan críos, cuando nos conocimos... Ramón era muy guapo ¿sabe?
Miré al abuelo del rincón y pensé que el tiempo era un hijo de puta. Sonreí y apreté muy fuerte la mano de la anciana en señal de comprensión.
  • Veo que tiene teléfono Felisa, mire, este es mi número – Se lo apunté bien gordo detrás de la tarjeta-. Llámeme si se encuentra peor y tómese el jarabe. Yo vendré a verla de vez en cuando. ¿De acuerdo?
  • Muchas gracias. – Agradeció como si le hubiera hecho un regalo.
Mi rutina en Fonsagrada era exactamente eso. Rutina. Pero poco a poco, mis visitas al domicilio de los Alcazar aumentaron. Alfonso estaba cada vez peor. Aparte de su enfermedad, le notaba nervioso, excitado y todos los demás en aquella casa parecían estar igual o peor. Al principio pensé que era cosa de Julia, la hija, propensa al lloriqueo. Pero cuando vino el hijo mayor. Los nervios y el histerismo parecieron habérsele contagiado.
  • Tenemos que alejarnos de esto... – Murmuraba.
  • Debe ser duro ver así a vuestro padre. –Comprendí.
  • No es eso. – Negó rotundamente-. Es la casa.
  • ¿La casa? – Me extrañé-. ¿Qué le pasa a la casa?
En ese momento un portazo bestial nos arrancó de la conversación. La puerta de la cocina se había cerrado de golpe.
  • Joder, que susto. – dije en voz alta-. Habrá corriente.
Carlos y Julia se miraron.
  • Lleva así toda la noche. – Dijo él como si hablara por los dos.
  • Días, - corrigió Julia- pero últimamente es peor.
  • No os entiendo ¿Qué ocurre? – interrogué algo desconcertada.
  • La casa... Tiene algo. – Intentó explicar la hija.
  • Se oyen voces – Añadió Carlos.
  • Insultos. – Matizó Julia.
  • Las puertas se cierran de golpe, ruidos, las cosas se pierden... yo no creía en estas cosas pero...
  • ¿Me estáis hablando en serio? – Les dije sin creérmelo del todo.
Julia se dio la vuelta y se echó a llorar.
  • Completamente. – Me aseguró Carlos con un suspiro-. Mi padre no dice nada. pero lo sabe. Creo que hay algo que no nos quiere contar.
Entramos a verle y le encontramos recostado en su cama. Cada respiración parecía una agonía. Pero aun así, sus ojos mostraban la determinación de siempre.
  • Cabrones… - deliraba con susurros-. Venid por mí si tenéis cojones.
Ignoré sus delirios e Intenté mostrarme amable mientras le reconocía.
  • Está muy mal. – Les dije a los hijos de nuevo en el recibidor-. Ya ni siquiera el hospital es una opción.
  • Qué sea lo que dios quiera, pero que acabe pronto. – Suplicó Julia.
Con estrépito, un Jarrón se estampó contra el suelo. Nadie lo había tocado. Yo me quedé blanca. Julia pegó un grito y Carlos maldijo por lo bajo.
Intenté tranquilizarles y quitarle hierro a todo aquello, pero si te digo la verdad, estaba más asustada que ellos. Al salir, me di la vuelta para despedirme y por encima del hombro de Julia, en la puerta de la cocina, apareció un hombre desaliñado con una chaqueta de pana raída. La camisa a la altura del vientre estaba empapada de sangre.
Pegué un grito. Julia se dio la vuelta y cuando volví a mirar, el extraño ya no estaba.
  • ¿Qué has visto? – Preguntó ella.
  • Yo… - No supe que decir.
Ella me entendió y no insistió.
Bajé las escaleras y desaparecí de aquella casa tan rápido como pude. El susto se me fue pasando según me alejaba. Al llegar al centro de salud me parecía que aquello no podía haber pasado. Intenté tranquilizarme, pasé consulta normalmente, pero seguí con el runrún en mi cabeza todo el día.
Aquella noche tuve guardia y no pude evitar contárselo todo a Carlota, mi ATS. Tenía mi edad, pero era del pueblo. Nos llevábamos bien a grosso modo aunque a veces me parecía un poco cargante.
  • ¡Joder! ¡Qué fuerte! – Exclamaba entre risas mientras devoraba el sándwich que se traía como cena.
  • Pues a mí no me hace ni puta gracia. – Le repliqué molesta-. Tal como estaba aquel hombre, seguro que esta noche nos llaman, y no tengo ninguna gana de volver allí.
  • Pues a mi me encantaría verlo.
Entonces sonó el teléfono.
  • Mira, deseo concedido. – Le dije a Carlota cabreada.
Ella cambió su risa por una mirada de expectación inquieta mientras yo cogía la llamada. Fue breve. Enseguida, colgué mascullando una maldición.
  • ¿Qué pasa? – Preguntó Carlota.
  • Era Elisenda Baños – Dije sin disimular mi mala leche-. Está otra vez con las paranoias sobre su hermana. Dice que está peor y que si podemos ir.
  • ¿Vamos?
  • Pues no sé. Hace semanas que me viene con el mismo cuento. He pasado a verla un par de veces y solo la veo un poco acatarrada. Además, tiene a su marido para cuidarla si hace falta.
  • ¿Quién tiene a su marido?
  • Felisa, joder, la mujer esta que vive en la calle que sale de la plaza...
  • Sí, sí, sí ya sé quien es, pero esa mujer es viuda de toda la vida.
  • ¿Cómo que viuda? – Me extrañé-. Si yo he estado en su casa y he visto a su marido. – Intenté corregirla-. Ella me ha hablado de él y todo.
  • Pues la abuela tendrá un amante, porque la Felisa Baños que yo conozco es viuda desde que el mundo es mundo, vamos. – Afirmó Tajante-. A su marido le dieron matarile en el puente viejo, después de la guerra o por ahí, precisamente el abuelo este que fue guardia, que por aquí le quieren que no veas. Mis abuelos siempre decían que Felisa vio como lo mataban y que desde entonces ha estado un poco ida.
  • ¿Te estás cachondeando de mí? – Le solté con mala uva-. Porque te aseguro que no está el horno para bollos...
  • ¡Que no, tía, que no! – Me aseguró.
Aquello fue como un jarro de agua fría. Si Felisa era viuda ¿A quién demonios había visto yo en su casa?
  • Bueno, ¿vamos o no? – Preguntó Carlota.
  • Me acercaré yo en un momento. – Le contesté-. No creo que sea nada. Tú quédate aquí por si llaman los Alcazar o quien sea, si eso pasa, dame un toque al móvil y voy pitando.
  • Okey...
En la calle ya era de noche y había empezado a nevar. En aquel pueblo siempre era invierno. Hacía un frío intenso, aplastante, que casi te paralizaba. Miré al cielo que no paraba de soltar bailoteantes manchitas blancas y eché a andar haciéndome la valiente. A mi alrededor, la nieve empezó a formar una capa de estática gris. Las calles estaban en silencio, solo oía mi respiración bajo la bufanda, mucho más nerviosa que de costumbre. Las farolas empezaron a parpadear y pronto nos quedamos a oscuras. Allí era normal que a la mínima tormenta saltaran los plomos. Maldije mi suerte y apreté el paso. No tardé en llegar a la puerta de Felisa, que para mi sorpresa, estaba abierta.
Entré con cautela llamando a voz en grito a su dueña. El frío de la calle hizo que la oscuridad de la casa fuera acogedora. Empecé a subir por sus interminables escaleras algo recelosa. Apenas un poco de luz de luna se colaba por una claraboya encajada en el tejado. La oscuridad y el silencio lo envolvían todo. La subida que se me hizo interminable. Miraba a todas partes temiendo ver al “marido” pero no apareció.
Por fin, llegué al saloncito. Felisa estaba recostada en su sofá. Junto a ella una pequeña vela oscilaba en un candelabro y la iluminaba débilmente. Tenía ojeras muy profundas y respiraba haciendo ruido.
  • ¿Sé encuentra bien Felisa? Su hermana nos ha vuelto a llamar...
Felisa se rió y su risa acabó en los estertores de una tos. Me acerqué y el olor de su ropa me revolvió el estomago.
  • Tranquila, chiquilla, que yo ya lo tengo todo hecho. –Me soltó como pudo.
  • ¿Qué quiere decir? ¿Ya se ha tomado el jarabe que le receté?
Ella negó con la cabeza.
  • No me hace falta. Esta noche nos vamos todos. Han venido a buscarle ¿Sabe? A él, al hijo de la gran puta... han venido a por él y esta noche nos vamos todos.
  • A ver Felisa... ¿Dónde está su marido?

  • Él está aquí conmigo, como siempre, siempre conmigo, siempre juntos... él nunca se fue ¿Sabe? Ni cuando lo mataron. Me quería demasiado.

  • ¿De que me está hablando? – Le pregunté convencida de que deliraba.

  • Ahora irá con los demás a buscar al gran cabrón... para llevárselo y luego volverá conmigo.
Oí un ruido. Me di la vuelta y no pude contener un grito.
Estaba allí en el quicio de la puerta. El marido, más joven que antes, demacrado, mirándome fijamente. Y aunque no llevaba luces o velas, podía verle perfectamente en la oscuridad. La camisa, como la del hombre que había visto en casa de los Alcazar, estaba empapada de sangre a la altura del vientre.
  • Les mató a todos... – Susurró trabajosamente Felisa con la expresión ausente que la vela dibujaba en su rostro - uno por uno...yo lo vi. En el puente viejo…Un tiro en el estómago para que tardaran en morir. Ramón murió en mis brazos... pero no se fue. Esta noche me voy con él.
Mi primer impulso fue huir, pero aquella cosa seguía en la puerta y a mi alrededor la negrura lo engullía todo. Solo la cara cenicienta de Felisa resaltaba en las tinieblas.
Entonces sonó el móvil. Lo agarré como si en ello me fuera la vida, como si fuera un cabo que la realidad me echara para salir de aquella pesadilla.
  • Soy yo. – Oí la voz de Carlota-. Son los Alcazar. Las cosas se están poniendo peor.
  • Vo...voy para allá. –Dije como pude.
  • ¿Te encuentras bien?
No supe responder. Colgué y al levantar la vista, el marido no estaba en la puerta. Miré a Felisa que me atravesaba con ojos moribundos. No me preguntes como pero en aquel instante supe que estaba muriéndose allí mismo delante de mí.
  • ¡No vayas! – Ordenó con una fuerza impropia de su estado-. ¡No puedes hacer nada por él! ¡Van a llevárselo al infierno!
No pude aguantar más. Eché a correr. A oscuras y suplicando no encontrarme de nuevo con aquella figura ensangrentada. Me aferré a la barandilla de madera y a trompicones, llorando y tropezando con los muebles llegué a la puerta.
El frío me dio una bofetada terrible. Nevaba mucho más que antes, nunca había visto una tormenta como aquella. No se veía nada. Era como si la realidad se desmoronara a base de pedacitos blancos. La casa de los Alcazar no estaba lejos, tenía que llegar como fuera. Mis pies se hundían en la nieve empapándose y haciendo que el frío me atravesara. Empecé a tiritar y sentí que empezaba a perder el control del cuerpo. Avancé como pude por las calles, de vez en cuando, miraba hacia arriba y desde las ventanas veía caras ensangrentadas que me miraban acusadoras. No había sonido pero sentía que me reprochaban cada paso, cada intentó por acercarme a casa de aquel desdichado que yo no dejaba de ver como mi paciente.
En la casa de los Alcazar, fugaces destellos aparecían y desaparecían en las ventanas. Delante de la puerta, la nieve estaba manchada de sangre.
No sé con qué fuerzas subí por las escaleras. Se oían gemidos angustiosos que parecían venir de todas partes. La puerta estaba abierta y dentro se desenvolvía una escena dantesca. Julia estaba en el suelo acurrucada sollozando contra la pared, en el otro extremo del recibidor estaba Carlos, el hijo y Carlota, mi ATS. El primero con expresión derrotada y atónita, la otra maravillada. Ambos contemplaban la puerta de la habitación de Alfonso, abierta de par en par y por la que entraban sin cesar fantasmagóricas figuras que se materializaban en el aire y se deslizaban con paso lento dentro de la habitación. Desde ella surgían gritos de pánico que se apoderaban de la poca cordura que me quedaba. Todas las puertas del piso se abrían y se cerraban solas, en el salón los libros salían disparados de las estanterías, los cuadros se caían al suelo sin que nadie los tocara.
No me preguntes por qué, pero sin pensarlo comencé a andar hacia la habitación de Alfonso. Algo me hacía caminar hacia aquel resplandor como la polilla vuela hacía la llama.
Después no recuerdo nada. Luz, solo luz. Y nada más.
Cuando recuperé el conocimiento encontré sobre la cama, agarrotado en una mueca de terror final, el cadáver del viejo guardia. La causa oficial de su muerte fue un paro cardíaco, pero yo sabía la verdad. Había muerto de miedo.
A la mañana siguiente, encontramos a Felisa muerta en el sofá en que yo la había dejado. Su expresión era sonriente. Había muerto en paz.
Después de aquellos sucesos, pedí el traslado inmediato alegando depresión y me fui antes de que me lo concedieran. Nunca volví a Fonsagrada.
Carlota es la única con quien mantengo contacto. Hablamos de vez en cuando. Me ha contado que en el pueblo, empieza a oírse el rumor, de que a veces, en el puente viejo, puedes ver a una pareja paseando de la mano y contando a quien quiera oírles, que tanto en la vida como en la muerte, estuvieron siempre juntos.

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