miércoles, 8 de febrero de 2012

JAVIER LÓPEZ LÓPEZ, POLICÍA ORIUNDO DE A FONSAGRADA Vocación y sentido del humor



Casado hace dos años, Javier López soñaba con tener un hijo

 Sobraba cruzar dos palabras con Javier para saber que iba a actuar como actuó. A nadie que lo conociese podría causarle sorpresa lo que hizo la noche pasada. «Se jugó la vida por otros, como siempre quiso hacer». Pero ayer solo enseñó una patita de todo el coraje que tenía. Porque en él había mucho más. Nació hace 38 años en A Fonsagrada (Lugo) y siempre quiso ser policía. De los que patean las calles buscando a los malos y cuidando a los buenos. Criado en el barrio del Castrillón, en A Coruña, se hizo mayor de la mano de un grupo de amigos con idéntica vocación. Algunos de ellos terminaron en el cuerpo. Casi a la vez. Eran un equipo. Único hijo de Aquilino y Maricarmen, propietarios del conocido bar Miña Terra, en la calle Rafael Bárez, había contraído matrimonio hace apenas dos años. Quería tener un hijo; sus abuelos, un nieto, y su esposa, a él para siempre. Falleció muy temprano, tan temprano que no había amanecido todavía. Como su biografía, con mucho por delante que escribir. Murió trabajando, aunque para él lo que hacía no era trabajo, «era su vida». Javier estaba a punto de cumplir 10 años en el cuerpo. Antes de pertenecer al grupo de atención al ciudadano de radiopatrulla en A Coruña fue agente en Pamplona, en Bilbao y en Madrid. Y hace tres años lo destinaron finalmente a su ciudad. 



Ya podía casarse con su novia y lo hizo. Javier «era una de esas personas sanas». No había día que no hiciese una visita a sus padres al bar. Queridísimos en el barrio. «Unas personas excepcionales», dicen de ellos en el bar de la competencia. Su hijo también tenía la radiografía de un gran ser humano: «Trabajador, sanote, generosísimo y con un enorme sentido del humor». Todos dicen lo mismo, siempre bromeando, apaciguando, pintando lo negro de blanco. Sabía contar chistes, arrancar sonrisas. Javier no tenía que tirarse al mar, el mar vino a buscarlo. Ese mismo mar donde aprendió a nadar, el de la playa del Orzán. Lo hacía muy bien, lo que hace todavía más voraz su historia. Las desgracias, a veces, tienen su cuota de gloria. A Javier le gustaba patrullar. De noche y de día. Uno de los compañeros a los que más quería maldecía el destino de un hombre que «siempre estaba ahí para echar una mano a un compañero». Era de esos policías a los que acuden los jefes para calmar ánimos y dar ánimos. Era ver a una mujer maltratada, a un indigente, a cualquier débil y echar la rodilla al suelo. Solo este tipo de desgracias le borraban su buen humor. En su barrio de toda la vida, donde se crió y se casó, lo van a echar mucho de menos. Se les fue Javier, el que siempre estaba ahí para echarles una mano. Se curtió como policía en las calles de Pamplona. Y como ser humano, en los brazos de sus padres, unos señores que dedicaron su vida por entero a su hijo. Cuando de pequeño les decía que quería ser policía, lo tomaban como algo de la edad. Cuando de mayor les repitió que quería ser policía, lo tomaron con «cierto temor». A su madre Maricarmen le preocupaba que un delincuente le hiciese daño. Le daba un beso cuando se iba al trabajo, pero le preocupaba que su carácter bonachón podría ser mermelada en los bajos fondos. Con el tiempo le enseñaron que a su hijo, cuando había que sacar carácter, nadie le tosía. Su esposa, secretaria del alcalde de Camariñas, no queda sola. «Le quedará para siempre el recuerdo del mejor marido». De un gran policía. Porque ayer, a primera hora de la mañana, el lado bueno de la ley de la ciudad coruñesa perdió a uno de sus mejores agentes. «Trabajador, sanote, generosísimo y con un gran sentido del humor» Será condecorado con la Medalla de Oro al mérito policial a título póstumo

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